21 de abril de 1945, Berlín.

Los nervios estaban ya a flor de piel, y cada vez con más frecuencia se rompía el dique de inexorabilidad y falsa confianza en la victoria. Poco después de que hubiese terminado la última incursión de los aviones aliados, el cuartel del general para la defensa de Berlín, situado en un edificio de sólida construcción situado en el Hohenzollerndamm, se convirtió en un enjambre de uniformes pardos. El general Helmuth Reymann, a quien se le había dado el cuestionable honor de ser el ‘’comandante del Área Defensiva de Berlín’’ se vio de pronto abrumado por los funcionarios superiores del Partido Nazi que habían acudido en bandada a aquel lugar con objeto de obtener la autorización que necesitaban para abandonar Berlín. Josep Goebbels, en calidad de comisario del Reich para la defensa de la ciudad, había declarado ese mismo día que ningún hombre capaz de portar un arma, podría salir de la capital. Y el único organismo que podía proporcionar una exención al respeto, era el cuartel general para la defensa de Berlín.. «Las ratas están abandonando el barco» , fue la reacción inevitable del coronel Von Refior, jefe de estado mayor de Reymann. Este último y sus oficiales, experimentaron una satisfacción fugaz ante tan patético espectáculo.

Los mismos hombres del partido que siempre se habían mostrado dispuestos a condenar al ejército por retirarse pese a las cuantiosas pérdidas en el frente, ahora abandonaban a toda prisa la ciudad en el apogeo de su hora de mayor necesidad. En total, las oficinas del comandante de Berlín dieron dos mil pases para los «guerreros de sillón del Reich». Los berlineses siempre recordarían el gran éxodo como «la espantada de los Faisanes Dorados». Sin embargo, no se puede negar que los que tenían mayor conciencia del avance del enemigo, eran justamente los nazis que huían. Las tropas soviéticas estaban ya en Müncheberg y Strausberg, a unos 24 km al norte, y ahora se filtraba hasta la ciudad la noticia de que otra ofensiva rusa avanzaba hacia la capital desde el Sur, en dirección a Zossen.

Sólo resistían la voluntad y la engañosa esperanza en el continuamente anhelado derrumbe de la «perversa coalición entre la plutocracia y el bolchevismo», como Goebbels repetía sin cesar. Toda la resistencia militar tenía la finalidad de ganar tiempo, unos pocos días, no se cansaba de afirmar Goebbels, el único miembro de la cúpula nazi dispuesto a permanecer con el Führer en Berlín hasta el final, por más amargo que este pudiera ser. Refugiado en su cuartel general, ubicado en el bunker del Parque Zoológico, Goebbels emitió ese día, su último discurso dirigido hacía el pueblo alemán. En él, que pedía a todos los alemanes creer ciegamente en su líder, que lograría a la postre guiarlos hacía el final de las dificultades.
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