EL GALLO Y EL MARRANO DEL ABUELO
Después de la muerte por accidente de gringasho, el abuelo había quedado devastado, no quería saber más de animales, no podía entender, cómo es que había podido acabar con la vida de su engreído, tanto lo había cuidado para que terminara así, cada vez que se acordaba se lamentaba.
Por más que yo buscaba la forma de entretenerlo con algo, siempre tenía que terminar acordándose. Y es que el marrano este, había dejado un vacío muy grande, no sólo en el abuelo, si no entre todos los animales, es que fue el único en su especie en el corral. Ya no se escuchaba en las madrugadas su irritante gruñido, ni el abuelo tenía a quien llamar antes de irse a dormir, lo más triste era que ya no había quien lo esperara cuando fatigado regresaba del trabajo, sin duda alguna se hacía extrañar.
Tanto era el dolor del abuelo que después de que el vecino llevó a la marrana y a sus crías para su corral, no quiso comer más chicharrón, con el transcurso de los días fue regalando a quienes pasaban por allí. Cuando terminó todo se prometió no encariñarse más con ningún animal.
Pasado un buen tiempo, el abuelo había logrado reponerse, gringasho ya era parte del recuerdo.
En una mañana fresca, cuando el abuelo afilaba su machete en una piedra, le sorprendió un saludo por la espalda.
–Buenos días don Luchito.
El abuelo sorprendido volteó.
Era el vecino Holgado, que tiempos corridos volvía a visitar al viejo solitario. El abuelo podía haber esperado la llegada de cualquier otro, menos de su vecino, como era un viejo caminante del lugar había cruzado el aguajal sin hacer ruido para sorprender al abuelo.
–¿Cómo estás Marcos? –contestó el saludo –¿qué te trae por aquí?
–Verá pues don Luchito, después de tiempo estoy volviendo.
Traía una mochila, el cual puso sobre el borde del entablado y un costal con algo, que al parecer se movía.
–Le traje pancito y cafecito don Luchito –decía mientras abría la mochila para entregárselo.
–Muchas gracias, respondía el abuelo con pequeña sonrisa –Pero no te quedes ahí, ya que has venido será motivo para tomarnos un café, pasa –le decía, encaminándose a la cocina.
Como cualquier hombre de campo, era el abuelo generoso y hospitalario, pero sensato y precavido a la vez. En su pobreza y ajetreada vida no cabía el rencor, la envidia ni la hipocresía, pero eso sí, no se confiaba de nada ni de nadie.
Mientras conversaban preparó y sirvió el café al recién llegado, quien lo recibió con gratitud al momento que le comunicaba la verdadera razón de su visita.
–Verás don Luchito –continuaba hablando el visitante –te he traído algo más.
–¿Y qué es pues?
Por temor a ser rechazado, trataba el hombre de entrarle de manera sut
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Se fue de casa por temor a su abuelo, pero regresó contento. Y su abuelo ni se imaginaba las aventuras que le tocó vivir.
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Dos campesinos vecinos que les iba muy bien en sus rubros, pero la mala suerte cayó en uno de ellos, quien para recuperarse invocó al diablo. Al final quiso burlarse del Dios de su amigo, pero el burlado fue él.
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Érase una vez un anciano poeta, muy buena gente. Aunque ya con muchos encima, su corazón permanecía intacto, sin heridas. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se descompuso por completo de un derrepente y empezó a llover; afuera llovía a cántaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a su fogata, en la que ardía unos trozos de leña y en donde azaba unos plátanos.
- Ni un pedazo de la ropa les quedará seco a los pobres que este temporal haya sorprendido fuera de casa -decía, pues era un viejo de muy buenos sentimientos.
- ¡Ábrame la puerta por favor! ¡Tengo frío y estoy mojado! -se escuchó la voz de un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta repetidas veces y llorando, mientras la lluvia caía furiosa, y el viento hacía temblar todas las ventanas.
- ¡Pobrecito! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un chiquillo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frío; de no hallar refugio, seguramente habría sucumbido, víctima de la inclemencia del tiempo...
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