l alma a la Virgen Santísima:
Heme aquí de nuevo sobre tus rodillas maternas para escuchar tus lecciones. Mamá celestial, a tu potencia se confía esta pobre hija tuya, soy muy pobre, lo reconozco, pero sé que Tú me amas como Mamá, y esto me basta para arrojarme en tus brazos, a fin de que Tú tengas compasión de mí, y abriéndome los oídos del corazón me hagas oír tu voz dulcísima para darme tus sublimes lecciones. Tú, Mamá santa, purificarás mi corazón con el toque de tus dedos maternos, para que encierre en él el celestial rocío de tus celestiales enseñanzas.
Lección de la Reina del Cielo:
Hija mía, escúchame, si tú supieras cuánto te amo confiarías más en tu Mamá, y no dejarías escapar ni siquiera una sola de mis palabras, tú debes saber que no sólo te tengo escrita en mi corazón, sino que dentro de este corazón tengo una fibra materna que me hace amar más que madre a mi hija. Por eso quiero hacerte oír el gran prodigio que obró el Fiat Supremo en Mí, para que tú, imitándome, puedas darme el gran honor de ser mi hija reina. Cómo suspira mi corazón ahogado de amor el tener en torno a Mí la legión noble de las pequeñas reinas.
Por eso escúchame hija mía querida, en cuanto el Querer Divino se volcó sobre mi germen humano para impedir los tristes efectos de la culpa, la Divinidad sonrió, se puso en fiesta al ver mi germen, aquel germen humano puro y santo como salió de sus manos creadoras en la creación del hombre. Y el Fiat Divino hizo entonces el segundo paso en Mí, llevando éste mi germen humano, por Él purificado y santificado ante la Divinidad, a fin de que se volcara a torrentes sobre mi pequeñez en acto de ser concebida, y la Divinidad descubriendo en Mí, bella y pura su obra creadora, sonrió de complacencia y queriéndome festejar, el Padre celestial vertió en Mí mares de potencia, el Hijo mares de sabiduría, el Espíritu Santo mares de amor. Así que Yo quedé concebida en la luz interminable de la Divina Voluntad y en medio de estos mares divinos, que mi pequeñez, no pudiéndolos contener, formaba olas altísimas para enviarlas nuevamente como homenajes de amor y gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Y la Trinidad estaba toda atenta sobre Mí, y para no dejarse vencer por Mí en amor, sonriéndome y acariciándome me enviaba otros mares, los cuales me embellecían tanto, que en cuanto fue formada mi pequeña humanidad adquirí la virtud de raptar a mi Creador, y se hacía verdaderamente raptar, tanto, que entre Dios y Yo hubo siempre fiesta, nada nos negábamos recíprocamente, Yo no le negué jamás nada, y Él tampoco. ¿Pero sabes tú quién me animaba con esta fuerza raptora? La Divina Voluntad que como vida reinaba en Mí, por eso la fuerza del Ser Supremo era l
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